Loco, al fin. (Homenaje a los locos del colectivo Ojalá y Las que nunca llegarán a nada)
Nuestro hombre había diseñado su propio escudo de armas, entre el inocente final de su infancia y sus primeras soberbias juveniles, como ensoñación resultante de leer de un tirón, sin respiro, la hermosa locura del glorioso caballero Don Quijote de la Mancha.
Colgado en la pared de su despacho, nuestro caballero siempre tuvo el púber escudo de armas que le había acompañado toda su vida, destacado así en importancia y valor a igual nivel que el más caro diploma de estudios o reconocimiento profesional. Se trataba, y él mismo llegó a reconocerlo, de un paralelismo difícil de justificar y defender, que más bien parecía una pueril exteriorización de su resistencia al paso del tiempo, de su negación al hecho indiscutible de haber dejado de ser inocente en casi todo, y, al fin y al cabo, de una inmadurez trabajadamente oculta tras la imagen de hombre formal, maduro, completado.
En el fondo quizá fue esa inmadurez de niño-infantil-joven-rebelde, larvada, latente y siempre activa aunque él mismo no hubiera sido capaz de percibirlo, de ponerle nombre, la que le había ido marcando las cicatrices emocionales que, a la larga y a cada uno a su manera, nos van haciendo por dentro. Quizá esa inmadurez, al igual que el preso graba obsesionado uno a uno los días de su reclusión ansioso por llegar al último, también fue marcándole a fuego por dentro, uno a uno, los sucesos, los momentos, las vivencias y las emociones que van definiendo una vida. Quizá esa inmadurez también sabía que la acumulación de lo grabado la haría libre cuando acabara por romper las costuras de su prisión.
Nuestro caballero acumuló de esta manera marcas amables de amistad, amor y triunfos que, con el paso del los años, fueron dejando paso a los desencantos y las frustraciones, hasta que fueron estas las que hundieron definitivamente el platillo de la balanza. Acumuló nuestro caballero la pérdida de amistades, la conversión del amor en rutina, el olvido consciente de los ideales revolucionarios de la juventud, el descubrimiento amargo de que el trabajo había de dejado de ser realizador y nunca le había hecho libre, las mentiras sistemáticas de los políticos y los predicadores, la percepción de estar sometido a una justicia que sólo es ciega e inoperante con aquellos que tienen poder y dinero para pagar a los abogados que mantendrán sus mentiras hasta la prescripción de los tiempos, la inoperancia de unas ideologías pervertidas y retorcidas en sus argumentarios para hacerlas encajar en las carteras de los vendedores de humo, la amargura de ver como se iban perdiendo, democráticamente, todos los logros que se habían arrancado, incluso con sangre, a una dictadura.
Así, tras una vida políticamente correcta en la que no había conseguido nada verdaderamente propio y que le llenara, salvo cubrir el expediente: buen estudiante, buen marido, buen trabajador, buen padre... diole en sus primeros años de vejez, frisando los últimos cincuenta, por empezar a leer todos los libros que no había leído antes, aunque siempre pensó que debería hacerlo, muchos de ellos comprados y, desde ese mismo momento del arrebato, esperando colocados en orden en su balda.
Y por las mismas costuras por las que se escapaban su alma y su inmadurez, ocurrió que entraron con estrépito esas lecturas que, programadas según un caótico esquema que respondía a un canon personal derivado de la experiencia de toda una vida, la cual ahora se revelaba predispuesta e inevitablemente impelida a obrar en el límite de la extravagancia y la locura, le fueron secando el cerebro y afectándole al juicio.
Perdió el miedo, o la vergüenza de admitir tenerlo, y, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se fue de casa en una única salida sin retorno, y, aunque nada hay que lo confirme, nadie duda que logró vivir cuerdo y morir loco.
Andrés Esteban, en Madrid, a 29 de abril de 2011.