EL BALCÓN
El balcón del sexto piso le ofrece el ángulo perfecto para verla. Ella vive justo enfrente, en el quinto. Cuando tiene las persianas subidas, que es casi siempre, le regala la visión completa de su salón. Es pequeño y estrecho, pero tiene dos enormes ventanas que la vecina ha terminado de adornar con varios maceteros de geranios blancos. La ha visto esta mañana traerlos, empapada en sudor, en dos viajes: bolsa de tierra en uno, maceteros y flores en otro. La ha visto afanarse en colocar las flores en el interior de los maceteros acogiendo primero en la palma de la mano, con sumo cuidado, las raíces, para depositarlas después sobre la base del recipiente. Ha rodeado el bulbo esparciendo la tierra oscura y húmeda hasta cubrirlo por entero y tras darle varios golpecitos alrededor del tallo para aferrarlo a su verticalidad, ha procedido de igual forma con el siguiente. Así, hasta completar los dos largos maceteros grises. Finalmente, se ha sacudido los restos de tierra con una palmada enérgica y ha asentido satisfecha. Luego ha desaparecido cruzando el salón a toda prisa.
Al vecino le exaspera no saber qué hay más allá de la frontera delimitada por los marcos de las ventanas. No adivina si hay un pasillo que conduce a alguna habitación, o a varias, o si va a parar a una cocina americana, o si la vecina debe girar a la izquierda o a la derecha para ir al baño. Solo conoce esa región: el salón. Pasea la mirada sobre el sofá naranja, la mesa baja que hay frente a éste, el perfil abombado de una tele de finales de los 90, y tras él, una pared llena de estanterías huérfanas de libros. La visión de la que disfruta es lateral, es decir, que cuando la vecina se sienta en el sofá, él solo ve sus piernas apoyadas sobre la mesa y, de vez en cuando, alguno de sus brazos estirándose para coger el mando del televisor. Esta lateralidad le dificulta la visión, es verdad, pero gracias a ella también es más difícil que la vecina le descubra. Para verle tendría que asomarse desde alguna de las ventanas y mirar hacia arriba, cosa que no ha hecho desde que llegó, hace apenas un mes.
La vecina le ha intrigado desde entonces. Desde que apareció en medio del salón vacío y lo llenó con cajas y más cajas y trastos y más trastos que un hombre con un mono azul iba acumulando sobre el parquet. Ella ordenaba y el del mono acataba. La llegada fue rápida, pero habituarse al nuevo espacio le llevó más tiempo. Tardó días en recolocar todo aquello. El vecino la vio sacar cafeteras, platos, sábanas, cuadros, cubiertos, marcos de fotos, carpetas, lámparas y hasta un pequeño ventilador metálico que la vecina enchufó nada mas sacarlo. En fin, toda suerte de cachivaches que parece le acompañaban desde hacía mucho tiempo. La vio sacar también un ordenador que no ha podido averiguar dónde acabó. Supone que en el dormitorio. Lamenta no poder verlo.
El vecino mira los geranios. Parece que la vecina se ha instalado de manera definitiva.
No sabe cuál es su nombre, ni qué edad tiene, ni a qué se dedica. No sabe si es de Madrid, si sus padres viven, si estuvo casada alguna vez o si decidió en algún momento no ser madre. No sabe si conduce o prefiere el autobús, si le gusta pasear por el parque o prefiere los centros comerciales. No sabe en qué piensa cuando la descubre asomada a la ventana con el codo apoyado sobre el alféizar, cuando su mirada se queda absorta y suspendida en algún punto indefinido. Un punto que él siempre intenta localizar como si al conseguirlo resolviera un enigma. Nunca lo logra, claro está.
No sabe nada de ella, pero conoce todos sus detalles.
Conoce la hora a la que despierta: las siete y media en punto, y la hora en que habitualmente desaparece por las noches: alrededor de las doce y media. Conoce el tiempo que tarda en vestirse para ir a trabajar y el que pierde cuando se prepara para salir las noches de los sábados. Conoce detalles tontos como la costumbre de comer una onza de chocolate después de cenar o la de pintarse las uñas de los pies de rojo, o la de cantar, muy mal y a voz en grito, mientras pasa la aspiradora. Conoce la costumbre de quedarse en el sofá dormida la noche de los domingos. La ha visto reirse a carcajadas al teléfono. También la vio llorar ayer. No conoce la razón por la que lloraba, pero de algo estaba seguro: nadie la había visto llorar como la había visto él.
Ahora, por ejemplo, se está cepillando los dientes. Es una de las cosas que más le gusta ver. Lo hace siempre frente a la tele, como casi todo, la verdad. Se coloca la mano izquierda en la cadera y frota con brío el cepillo durante un buen rato. Como hace calor, lleva una camiseta de tirantes que no sujeta el movimiento del pecho. Se le mueve turgente en un descompás mórbido que hipnotiza al vecino. Le gusta sentirla ajena a su mirada, eficaz en su tarea. Cuando acaba el rito higiénico se va, supone el vecino, a aclararse la boca. Se queda entonces ansioso esperando su reaparición. Contando el discurrir de los segundos, de los minutos, ahogándose bajo el peso de su ausencia.
El calor le está volviendo loco. Se mete en casa. Abre la nevera y agarra una lata de cerveza. La coloca sobre la nuca. El frío le eriza la piel. Es un alivio momentáneo que apenas dura un instante, pero le calma. Echa un trago largo. “Otro más como éste y adiós lata”. Y es la última. Tendrá que dosificarla.
Mientras cruza el pasillo de camino al balcón se le ocurre que podría acercarse a casa de su madre y llevarse los prismáticos con los que cazaba su padre. Así se acercaría aún más a ella… Pero entonces recuerda a su padre riéndose de su hijo porque vomitó el primer día que olió la sangre de un jabalí. Quizá pensara ahora que su único vástago se había aficionado por fin a la caza. Quizá desde algún lugar del infierno continuara riéndose al verle avistando una pieza que abatir. Su vecina no merece ese trato. Descarta la idea.
El balcón, al ser de piedra, parece un horno. Le recibe tórrido. El vecino se termina la cerveza de un solo trago. “A la mierda el control”, se dice. Hoy quiere disfrutar. Al fin y al cabo, para eso se ha quedado en casa. En la gestoría, Pilar le había invitado a unirse al grupo aquella noche. Llevaba un tiempo detrás de él. No hacía más que organizar planes con los compañeros de trabajo con la esperanza de que el chico serio se animara algún día. Pero él ha rechazado, una vez más, la invitación. Pilar no está mal, habla por los codos (lo que le exime de tener que hacerlo él), y es divertida, optimista y valiente. En el trabajo, donde la relación establecida entre los dos es a todos los efectos de colegas, se siente cómodo. Pero salir de copas con ella es muy distinto. Estaría perdido. Las distancias cortas no son lo suyo.
Aliviado, se deleita con las vistas.
Descubre a la vecina cargada con la tabla de planchar. La ve enchufar la plancha. Observa cómo se recoge el pelo con lo que parece un palo afilado de madera. Lo realiza en un solo movimiento certero. Le admira su habilidad, la destreza de sus muñecas. Todo el alboroto salvaje de su melena bien sujeto. Es una domadora nata. Le encanta.
Se enciende un cigarrillo. No le apetece fumar, pero es una coartada perfecta para continuar en el balcón bajo el sol de julio que calienta implacable el muro de piedra. La camisa se le pega a la espalda. Mientras aspira una calada ve a la vecina resoplar. El vapor de la plancha la debe de estar asfixiando. Agarra una camiseta y la plancha con rapidez. Luego un vaquero, otra camiseta, una falda, otra camiseta… Se aparta de la ropa y se acerca al equipo de música. Sube el volumen y la melodía de un bolero despereza el silencio de la siesta. La voz melosa del cantante se abraza a las antenas de los tejados. La vecina prosigue con la faena, seria, fijos los ojos en los tejidos y colores que se suceden sobre la tabla.
El vecino, se asoma a la oquedad vibrante del escote de la camiseta amarilla. Desde arriba, la perspectiva es generosa. “Está realmente buena”, piensa. Quizá le sobren unos kilos, pero son justo esos los que le excitan. Los que le impelen a perderse en ensoñaciones sexuales. Su madre la calificaría como vulgar, su padre diría que está hecha para montarla. A él, le parece perfecta.
Enciende otro cigarrillo. Le da un respiro, una oportunidad para desviar los ojos. Hace un esfuerzo en demorar el regreso de su mirada que, como la aguja imantada de la brújula, señala siempre hacia el norte. Se rinde. Es inútil luchar contra el magnetismo. El norte está en el quinto piso del edificio de enfrente.
Los hombros de su vecina brillan perlados de sudor. El pelo se le pega húmedo en la nuca. El vecino desearía apartárselo a lametazos. Querría acercarse por detrás y abrazarla abarcando la cintura. Le mordería la base de la nuca, la curva insinuante de la clavícula. Ella se reiría, maliciosa, invitándole a seguir…
Le escuecen los ojos. Y los testículos. Se ahueca el vaquero y los sopesa en su palma. Los calibra. Le duelen. Aspira otra calada. La rigidez de la erección es intensa. Se enorgullece de ella. Desearía incluso pavonearse. Sonríe un poco abochornado ante su vanidosa incontinencia. Se desabrocha el cinturón y lo deja caer sobre el suelo. Quiere estar cómodo.
La vecina desaparece. Vuelve al instante con el recipiente de agua con el que carga la plancha. Esta vez sujeta un vestido rojo con delicadeza. Lo coloca con suavidad y desliza el acero sobre los pliegues de la seda.
Apaga el cigarrillo. Intenta adivinar la tersura de la piel de su vecina. La desea tanto que le cuesta respirar. Mira a su alrededor, sobre los tejados, ventanas, terrazas y miradores. No hay nadie. Nadie le ve. Están solos. Ella y él. Se agarra el sexo mientras la contempla. El muro del balcón oculta el movimiento frenético del brazo. La mira e imagina el vaivén rítmico de sus nalgas al penetrarla. La imagina gimiendo, mordiendo, gritando bajo sus embestidas. Entrecierra los ojos mientras vislumbra cómo la vecina se retira el sudor de la frente. Al hacerlo, su axila, blanquísima, queda expuesta, desnuda frente a él. El calor que invade sus muslos le avisa. Aprieta la mano. No puede más. Eyacula en el puño cerrado.
Cuando abre los ojos, se encuentra con los de ella. Unos enormes ojos oscuros que desde la ventana le observan con curiosidad. Parecen… ¿divertidos?
Se abalanza hacia el interior huyendo a trompicones. Cierra con brusquedad la persiana y corre hacia el cuarto de baño. Se lava las manos con fruición sin mirarse al espejo. Se dirige, arrastrando los pies, hacia el salón. Se tumba en el sofá. Quiere dormir, pero le vence el abatimiento.
“¡Será puta!” , se dice, mientras solloza tapándose la cara con los dos brazos.