Mención Premio Literario Ojalá XIII edición
EL LOBO QUE ME HABITA
Autor: Viktor Carpa
Hace tiempo que me llama la atención, para asombro mío, que nunca te preguntes por qué un lobo de ojos sangrientos y afilados colmillos te persigue por todos los rincones de las fantasías de mi pensamiento. Y no encuentro salida segura para ti, por más que trato de buscarla, aunque me cuestiono por qué a ti ni siquiera te importe algo que a mi me abruma tanto. ¿Acaso te sientes infalible de doblegar a la fiera y salir airosa del trance?
Hace tiempo que cada vez que te encuentro agazapada en algún lugar ignoto de mi imaginario bosque y frente a ti al hambriento lobo, observo una imagen de tierna y hermosa certeza que me sorprende, siempre, aunque se repita día a día y noche tras noche, porque entonces entiendo lo que es asediar a alguien con hambre de lobo en esta atmósfera de horror que me duele.
Hace tiempo que vendí mi alma al diablo, cambié salud por libertad para sentirme falsamente seguro en un mundo de inseguridades. Hace ya bastante tiempo que entré en un callejón sin salida, oscuro y mal oliente por unas promesas incumplidas y ahora soy víctima del dolor que me consume. Mi vida cada vez es menos real y aunque trato de avisarte de todo lo que viene acechándote, la maldad misma con disfraz de lobo, no lo consigo. Estoy poseído por algo que envuelve y toma vida propia arrebatándome lo mío, lo más íntimo, los deseos más personales, más humanos, para instalarme en un mundo que no controlo, que se me escapa de las manos y me daña y agota y consume.
Sin embargo, me sigo cuestionando, no sin renovada sorpresa, aunque si con multiplicada curiosidad, cómo ese lujurioso lobo que se cruza en tu camino no te haya hincado ya el diente. Cómo teniéndote tan cerca, se diría que acorralada en el estrecho imaginario del bosque de mi corazón, no se haya lanzado, como animal depredador que es, hacia tus apetitosas carnes tiernas ávido de sangre.
Además, sigo sin entender qué haces tú aquí, en esta selva de asfalto, abandonada en un rincón de una jaula donde te acompaña un lobo ahora manso, de mirada sumisa y apacible, tumbado junto a ti a la espera no sé de qué; y tú allí con él apaciguado mientras yo ando en la luna dando paseos galácticos, metido en historias de meteoritos y agujeros negros que no me llevan a ningún lado, dando vueltas y más vueltas alrededor de planetas y estrellas sin encontrar un átomo de tu rostro que me guíe por el oscuro infinito, ni un gramo de polvo estelar de tus ojos que me descubra una puerta de salida a esta locura, ni nada que se le parezca.
Mientras tanto sigo durmiendo apoyado en el vientre de mi sueño, respiro al ritmo transitivo de la noche, galopando a través de la ecuación nuclear del mundo. Tiempos de crisis, tiempos de cambios. Maldita enfermedad que nos consume. Ahora ya apenas te conozco, ni sé por donde andas últimamente. Lo que sé es que utilizo la poesía como un tubo de ensayo, donde mezclo tu futuro con mi pasado a latidos lentos y metódicos, apoyando la frente en el deseo concéntrico que a ti me une.
Pero no me engaño, porque aún mantengo un ratio considerable de ofuscación al comprobar que no huyes, a pesar de lo cercano que tienes el lobo que me habita, y que no te cuidas del aliento insano que sobre ti vierto y que con tu túnica roja caminas cantando entre las enigmáticas construcciones arbóreas de mis sueños, saltando cables y vías férreas, sin cuidarte en borrar tus huellas por si algún animal enfermo te huele y decide seguirte. Me sorprende tu inocencia, tu entrega desinteresada, la tranquilidad de tu instinto, la fuerza de tu memoria en recordar el camino milenario hacia la tranquilidad pausada del espíritu.
Ahora, alguien acaba de entrar en mi habitáculo. Huele a ácido sulfúrico. La naturaleza nociva que fui alimentando. Alarga sus tentáculos sobre mi cuello. Y tú apenas te inmutas, te tapas la nariz y proyectas una capa protectora a nuestro alrededor. Yo colgado como estaba en la órbita de la luna me asusté más que tú, grité y grité por si me oías, por espantar al lobo de tu lado, esa sombra animal que te anhela, siendo claramente inútil, pues no puedes escuchar el silencio de mis gritos.
Pensé en la confusa morfología del amor, en la lengua de las fuentes de la vida, de los campos magnéticos y la mecánica cuántica. Pero la gravedad de los cuerpos no se corresponde con la atracción de las galaxias. Y aunque le pusiste bozal al lobo y le obligaste a tumbarse respetuoso a tus pies, en tu primer despiste, saltó de la jaula y volvió al bosque en solitaria libertad. En este momento huye por los montes para refugiarse en el centro de mi corazón y devorarlo lentamente.
Mientras, tú luchas por un mundo perdido en los secretos circulares de los días, evaporando del mar de mis infortunios los residuos melancólicos, desanudando corazones estrangulados y espíritus enfermos como el mío, que está hundido en un tormentoso infierno de copias de otros infiernos tormentosos, porque la vida ya vuelve a sus orígenes, aunque el origen como tal no existe, es un invento de las marcas, todo es reinventado, todo vuelve a la nostalgia de ser pez, calabaza o unicornio, a la lucha por la existencia, al canibalismo más sangriento y feroz.
Bienvenida a un mundo sin certezas, al lado oscuro de la luna, a este lugar tan peculiar y curioso por la tranquilidad que irradia, un lugar acurrucado en lo más recóndito del hipotálamo, medio dormido en un rincón oscuro y húmedo, último lugar de encuentros casuales y extrañas apariciones.
Un breve silencio. Una pausa. Ahora sólo me dedico a respirar, abro al máximo los espacios posibles a los días que me quedan, tratar de encontrar casualmente mi último suspiro sin tener que rehacer el inventario de mi vida. El mundo que conocía se termina, siento una angustia existencial y en mi interior desorden y confusión. El lobo que me habita se apodera de mí. Ten cuidado, porque cuando termine conmigo irá a por ti.
Mención Premio Literario Ojalá XIII edición
EL HOMBRE DE LA VENTANA
Autor: Santiago Pajares
A veces la mejor forma de ocultar algo es ponerlo delante de nuestros ojos durante tanto tiempo que lleguemos a pensar que siempre ha estado ahí. La primera vez que reparo en el hombre de la ventana ya es noche cerrada. No sé si es la primera vez que lo veo o la primera vez que me fijo en él. Está en la única ventana iluminada del edificio de enfrente, un edificio igual al mío. No se mueve, tan solo permanece de pie, una silueta negra en un cuadrado de luz.
No puedo dormir. Llevo toda la noche dando vueltas en el colchón, encontrando en mi cabeza cosas que no buscaba. Por eso miro por la ventana y me pregunto si a la silueta frente a mí también le cuesta conciliar el sueño. No tengo la luz encendida y sé que no puede verme, pero por alguna razón siento sus ojos en los míos. Quizá porque en la madrugada las cosas se ven distintas. Quizá porque en las madrugadas nosotros somos distintos.
Al día siguiente, al llegar de trabajar, miro por la ventana hacia el edificio de enfrente. No hay nadie, es decir, hay mucha gente; mujeres viendo la tele y adolescentes que tratan de estudiar. Parejas haciendo el amor sin temor a miradas indiscretas. Pero no el hombre de la ventana. La persiana de la casa está bajada. Me ocupo de mis quehaceres y me olvido de él durante un rato. Plancho camisas para ir a trabajar y me hago una tortilla de cena. Reviso los mensajes de mi correo electrónico y miro una película en televisión. Después de eso, me acuesto y trato de dormir. Pero no puedo dejar de pensar en todas las cosas que me preocupan, todas esas facturas, todas esas llamadas por devolver a familiares y amigos, todas esas cervezas pendientes para ponernos al día. Al final, me levanto y me dirijo al salón. Miro por la ventana y ahí está, igual que la noche anterior. La brillante luz amarilla detrás de él y su silueta negra de pie, mirándome. Ahora lo sé.
Cuando entro en casa la tarde siguiente decido quedarme en la ventana, mirando. He pasado todo el día pensando y necesito cerrar este tema. Cojo un pack de seis cervezas, oriento el sofá hacia la ventana y me siento a esperar. El sol desaparece entre los edificios y yo continuo mirando su persiana bajada, hasta el momento en que la persiana sube, la luz se enciende y él aparece de pie, mirando en mi dirección. Miro la hora en el reloj y corro al ordenador para comprobar algo. Busco la página meteorológica y compruebo que la hora de mi reloj y la hora en la que se hace oficialmente de noche coinciden a las 8:32. Cuando descubro eso sé lo que hacer. Miro la hora en la que amanecerá y la espero sentado en mi sillón. No tengo problemas para aguantar. De todas formas, tengo insomnio. Cuando llegan las 7:11 la luz se apaga y la persiana se cierra. Entonces veo el primer rayo de sol salir de entre los edificios.
Paso los siguientes días tratando de entender. Estoy cansado por la falta de sueño y a veces me echo una pequeña siesta, pero nunca de noche. Hay tantas cosas que no consigo entender en mi vida que pienso que si consigo desentrañar este misterio, quizá eso pueda ser el punto de apoyo para volver a levantarlo todo. Cuento las ventanas desde el suelo y descubro que la silueta y yo habitamos el cuarto piso. En cada planta sólo hay dos apartamentos y ambos estamos en el mismo, el 4B. Él me mira desde el dormitorio y yo desde el salón, la estancia al otro lado. Ninguno de los dos dormimos. Pasamos la noche mirándonos por la ventana. Pero él, cuando llega el día, apaga la luz y cierra la persiana, y yo me quedo solo. Continuo yendo a la oficina y hablando con mis compañeros, pero me da miedo sacar el tema. Temo que me tomen por loco o, lo que es peor, que no le den importancia. Porque así es como comienza todo, cuando decidimos qué asuntos son importantes y cuales no. Nunca sabes en que lado de la línea puedes acabar.
Poco a poco he dejado de plancharme las camisas para ir a trabajar y me he descubierto cascando los huevos en un vaso y bebiéndomelos crudos de un trago, como un boxeador sin pelea. Entonces me pregunto si ese hombre de la ventana puede no ser un punto de apoyo, sino la excusa que yo he buscado para dejar mi vida atrás y no ocuparme de nada más.
Una noche me armo de valor y enciendo mi luz. Me planto delante de la ventana de pie, igual que él. Dos siluetas negras en un fondo amarillo en dos edificios contiguos. Por un momento me pregunto si alguien puede estar viendo eso además de mí, y deseo preguntarle cómo parece desde su posición, si yo le miro a él o él me mira a mí.
Saludo con la mano, pero no responde. Sé que me mira, pero no responde. En cierta forma, me habría asustado si lo hubiera hecho.
Paso tantas noches en vela vigilando que comienzo a confundir el paso del tiempo. Sé que al menos una vez me he equivocado y me he cogido tres días de un fin de semana, pero a nadie del trabajo ha parecido importarle. Cuando no dices nada, todos suponen que todo está bien, y eso es otro de los problemas.
Los mensajes se acumulan en el contestador y los correos en mi bandeja de entrada. A veces llaman al timbre, pero sólo abro cuando sé que es el repartidor de comida del supermercado. Cada vez hace más frío y todos los días se parecen. Las horas del amanecer y el anochecer apenas cambian unos pocos minutos. Lo sé porque las compruebo todos los días y los apunto en un cuaderno. Y cuando miro ese cuaderno me digo que estoy ahí, escribiendo esas horas, que hago algo más que estar mirando por esa ventana, pero muy poco más. Y trato de entender por qué cuando su persiana se levanta no hay ninguna luz más encendida en el edificio, ni siquiera el breve fulgor de una televisión o una mesilla de noche. Hay más gente que él y yo, eso lo sé, el mundo no se detiene cuando tú no puedes dormir. El mundo no se detiene ante nada.
Muchas noches, frente a la ventana, siento ganas de llorar, pero no lo hago. Las lágrimas no acuden y solo me queda una opresión en el pecho, igual que cuando no podía dormir en la cama y daba vueltas y vueltas. Entonces pienso en cambiarme de piso a uno en algún otro lugar desde donde no pueda ver ningún edificio, pero sé que no es posible como no lo es dejar de pensar en tus propios problemas.
Entonces apago la luz del salón y bajo mi persiana aunque aun es de noche. Cojo las llaves de casa, abro la puerta y salgo. Bajo por las escaleras, atravieso entre los coches aparcados y me planto en el portal, en su portal. Pulso el telefonillo del piso 4B repetidas veces, pero nadie contesta. La verdad es que no me esperaba otra cosa. Empujo la puerta metálica y la encuentro abierta. Miro el buzón, pero sólo pone el piso, igual que en mi casa. Me paro delante del ascensor y decido no usarlo. Subo por las escaleras los cuatro pisos con tanta energía que cuando llego me falta el aliento y tengo que apoyar las manos en las rodillas antes de continuar. Pulso el timbre una y otra vez sin importarme despertar a los vecinos que nunca encienden sus luces. Nadie contesta y golpeo la puerta y grito. Le insulto. Tan fuerte como puedo, diciendo obscenidades que en otra situación me harían enrojecer, pero no en está. Cuando estoy a punto de abandonar y volver a mi piso, saco las llaves de mi bolsillo. Intento usarlas en su cerradura y funcionan. La puerta se abre y mi respiración se acelera aunque ahora no he subido ninguna escalera. Me adentro en el piso. Está a oscuras y no creo correcto encender la luz, porque es la primera vez que veo su casa de noche con las luces apagadas y sé que para todo hay alguna razón aunque yo apenas nunca haya podido encontrarla. Tanteo el suelo antes de avanzar y espero que él me toque y me diga que hago aquí, cómo he conseguido entrar. Mi pie toca algo en el suelo, algo blando. Espero a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad antes de inclinarme y tocarlo con la mano. Es él, está caído en el suelo.
Creo que está muerto. Comienzo a hiper ventilar y apenas puedo permanecer de pie. Me apoyo en una estantería y trato de serenarme. Está tumbado boca abajo y prefiero no moverlo hasta que llegue alguien más, alguien que pueda hacerse cargo de esta situación. Se ha muerto mientras yo llegaba desde mi casa justo enfrente. Miro por la ventana para saber cómo se ve desde allí. Y entonces lo veo. En mi ventana, con la luz encendida, una silueta negra en un fondo amarillo. Me quedo petrificado mirando, porque eso quiere decir que el del suelo no es él, que nos hemos cruzado viniendo y que las llaves de su casa también abren la mía. Aun trato de darle un sentido a todo porque aun no me he dado cuenta. Aun me pregunto por la identidad del cadáver del suelo. Él me saluda con la mano desde mi casa pero yo no respondo. Me limito a quedarme quieto y le miro. No sé cuanto tiempo permanezco así.
Al final enciendo la luz. Estoy en mi casa, rodeado por los muebles que me han acompañado toda mi miserable vida. Por los libros que nunca llegué a leerme y los discos regalados que nunca llegué a escuchar. Miro el cuerpo tumbado en el suelo. Lleva mi bata, la misma que ahora debería colgar de la puerta de mi baño. Me acerco y me doy cuenta de que apesta. Con la mano temblorosa le doy la vuelta y entonces sí me doy cuenta. Soy yo.
Soy yo y estoy muerto.
Y es que ahora me doy cuenta de que era a mí a quién le gustaba mirar por la ventana en las noches de insomnio y que yo nunca he vivido junto a ningún otro edificio. Pero a veces la mejor forma de ocultarte algo es ponerlo delante de tus ojos tanto tiempo que llegues a pensar que siempre has estado ahí.