Textos presentados al premio ojalá XIII

EL PREMIO
Autor: Manuel de Teresa

1999. Final del milenio.Tuberculosis. Convalecencia. Origen. Premio. literario Quizá No Moriremos de Pena. Luis. Mecenas.
A Luis Alba le diagnosticaron tuberculosis en enero de 1999. Seis meses de reposo. Una mascarilla le cubre totalmente la nariz y la boca. Recibe a sus amigas en su chiquita buhardilla de Delicias en la calle Batalla del Salado. Las amigas le llevan viandas y él las recibe cubierto con una máscara de plata comprada en una tienda de souvenir en Portobello a principios de los 90 cuando le alquiló una casita a la doctora Almuñecar que aprovechaba sus vacaciones para estudiar inglés y adelgazar de los excesos de la vida cotidiana.
Luis, mientras estuvo enfermo, leyó a Dumas, la Dama de las Camelias. Se identifica con la apasionada Margarita Gautier. Durante la enfermedad fragua el premio literario Quizá no moriremos de Pena. En su primera edición se presentan amigas y conocidas de Luis. Bea, la rubia holandesa, amiga de intelectuales latinos, presenta un relato de un cineasta peruano del cine documental muy social. Su relato, un homenaje a un viejo automóvil de su papá en Lima evoca su infancia y adolescencia subida a ese carro convertido ya en cacharro.
La fiesta de la entrega del premio se celebró en una buhardilla del Luis ya mejorado y dado de alta de su enfermedad. Corría el queso manchego, la zurra, la pipirrana y las natillas. Al ganador y al finalista recibieron dos libros, Lituma en los Andes de Vargas llosa y el Hereje de Delibes. El catedrático y poeta Doctor Zaragoza y un apuesto brasileiro, ambos componentes del primer jurado, coqueteaban en vano. Después llovió copiosamente.
Con el inicio del segundo milenio se convocaba la segunda edición, Llueve mansamente sobre los prados se alzó con el primer premio después de una tediosa deliberación en el café Ruiz. Uno de los camareros, muy fashion, que a veces Luis se encuentra por el super, resultó fundamental en la concesión de este galardón un relato muy lírico y tristísimo. Buscando un hueco y Sueños fueron los textos finalistas. La fiesta de proclamación se volvió hacer en casa de Luis abarrotada hasta el último infame peldaño de la escalera: corría también el zurra, el queso, la pipirrana y las natillas.
En la tercera edición salimos de Delicias, nuevos bríos, nuevos cachorros literarios se incorporaron al premio. Luis junto a sus ociosas y alegres amigas, se apuntaron casualmente a un curso literario de la ACE. Dirigidas por el omnipresente comunista Andrés Sorel. Sorelin para las amigas. Aquel año, Francisco B, el manager, nos dejó su casa para la entrega en la calle Estanislao Figueras. Ricardo Botella, un joven desconocido que había apuntado buenas maneras en premios literarios universitarios se alzó con el triunfo. El cuarto año, ganó Luis el mecenas, que también hacía pinitos literarios.
Lo celebraron en el Charita´s bar, club de copas que conocieron la pasada nochevieja. En este momento comenzó su afición al transformismo y a las mamarrachadas. Luis escribió un texto de una mujer emancipada que en un curso de verano en Almería conoce el amor verdadero. El amor verdadero ha sido fuente de inspiración para Luis y sin él la vida no tiene sentido: "Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien" se su tocayo y grandísimo poeta Luis Cernuda dixit. 2002. Acaba el cuarto premio.
En el 2003, la quinta edición el jurado es invitado a deliberar en un restaurante de postín, el Asador Donostiarra, entre esa exquisitez de olores y sabores se alza con el primer premio un texto de Ginés de La Pistola ambientado en el norte de Africa de un pequeño culebrón. El azucarero. A punto estuvo de ganar El contestador, relato muy chisposo entre los desencuentros de una madre y una hija teniendo como fondo Benidorm y el teléfono que no contesta cuya autora es Nieves Negras. La fiesta salió a la plaza de Santiago y en el bar de Ramón; Las Maravillosas Locas Desocupadas y la copia decadente de la mexicana de María Félix, deleitaron a la concurrencia.
El 2004 fue un año aciago, el amor verdadero dio paso al desamor, al abandono y a la depresión en lo personal para Luis y para algunas de las maravillosas locas desocupadas. Los hombres que ocupaban un espacio en su corazón huyeron y dejaron una larga sombra de tristeza y desengaño infinito.
El premio en el 2004 se entregó en Ciudad Lineal. Miguel y Lucas pareja en descomposición brindaron su local con tal de hacer negocio. El premio lo recibió un texto ambiguo de Leandro sobre la huida de un chico en el momento de dar el sí quiero en una boda convencional con otro hombre.
Deborita nos abrió su nuevo apartamento alquilado también en Delicias para celebrar la entrega de premios de 2005. En el 2005 las obras de reconstrucción de la buhardilla de Luis le llevó a ocupar provisionalmente una oficina como morada en la plaza de Legazpi. Gracias a la calefacción central y a la generosidad de Pocha, el invierno dio paso a otro milagro de la primavera.
La poesía ganó en esta ocasión y la sonetista Maria de Las Mercedes de las islas Cíes, una de las literatas aficionadas más indolentes de la literatura universal y letrada de oficio en sus ratos libres, gana el premio con un soneto bellísimo sobre la estúpida guerra de Irak.
María de las Mercedes se convierte por méritos propios en la gran musa de inspiración en estos primeros premios y fuente de constancia para el mecenas. Allá donde el mecenas la convocaba allá acudía como un reloj suizo. Todas las musas como diosas del Olimpo son frágiles y fugaces. Luis , premio a premio fue sustituyendo a Merçé, la catalana por otras musas más jóvenes y menos experimentadas, otros viveros menos transitados, más moldeables, mas vírgenes.
De súbito, apareció Deborita, la niña de los ojitos azul turquesa que sin previo aviso ocupa el corazón del mecenas apenas varios años porque por entonces Nieves Negras se cambió de casa y se fue a vivir cerca de la Batalla del salado…La Nieves y Luis se convierten en pareja de hecho desde entonces.
Compartían Mercadona para arriba, tabernas Rosell para abajo. Calle Delicias a la derecha; Museo de Ferrocarril a la izquierda, la piscina de palos de la frontera al norte y el Sofidu y la estación de Atocha al mediodía. Y hasta algunos hombres que Nieves le arrebataba. Todo un microcosmos de barrio a sus pies. De año en año cogían un avión y se marchaban a descubrir ciudades: a London, New York, Berlin, Túnez, Paris, La Habana, Estambul. Paseaban juntitos como dos pipiolos siendo Nieves la que llevaba la manija del plano y Luis de acompañante protestón, movía caderas y miraba a los paseantes con deseos incumplidos.
En Marsella a veces por junio coincidían con las Maravillosas Locas Desocupadas y entonces el mando lo tomaba María de las Mercedes de las Islas Cíes. La Merçé o la catalana dirigía el cotarro sin parecerlo.
La Mercé y Montserrat Custodia de Cali, esta segunda, más viciosa: amantes de los canapés free, bebedora fina y un poquito farlopera, lo combinaba con unas grandes dosis de actividad frenética. Destaca su bondad y generosidad inigualables amen de anarquismo personal siglo XXI: colarse en el metro, utilizar carnets de familia numerosa de hermanas y sobrinas, Admiradora del abertzalismo y super fan de Otegui. Ambas forman una pareja ideal: inquilina, Mercé; patrona: Custodia.
Custodia es meridianamente maniática, archiconocida por sus cambios de fechas de celebración de cumpleaños media docena de veces suele cambiarlo y el día antes de su celebración…estaría encantadísima con posponerlo una semana más y así hasta no celebrarlo sino tenerlo como idea. Custodia tiene una especial virtud o defecto…presentarse al premio Quizá no Moriremos de Pena fuera de plazo, la noche anterior a que se reúna el jurado.Por lo que sus vanas o grandes esperanzas de llevarse el gato al agua se desvanecen cada temporada. No cumplir la norma del premio le da bríos, motivos para sentirse una anarquista de pro: sin dios, sin amo, sin curas, sin leyes. Toda anarquista que se precie también tiene excepciones y Custodia es partidaria del sí a los ladrillos. Custodia es propietaria de varios pisos en La latina y no le importará comprar otro en la Ballesta.
Ella también es perseverante y no desespera a pesar de que sin quererlo le salió un clon…La Ferretera de la Elipa….de allí es Adelita, la rubia de la Elipa que como una exhalación y rebosante de cosméticos caros, llegó al premio y quiso ganarlo todo de súbito sin pasar ni siquiera un periodo de prueba. Adelita no escribe ni cartas pero engatusó al novio de la Merçe y le compuso un relato que presentó con su nombre. Hete aquí que Luis y Nieves se enteran en Conil mayo del 2008 que la Adelita no escribió ni una línea de ese texto desvelado por el propio autor que nos rogó humildemente que no lo dijéramos. La limpieza y la honestidad del premio hasta entonces impoluto, sin mácula, pobre pero ecuánime, queda mancillado.
De repente la crisis, se apodera también del premio, Luis abandona el mecenazgo en una noche de junio en la taberna de vinos del caballo en la plaza de Chueca. Entre Las Maravillosas locas desocupadas y Luis el Mecenas acuerdan formar la asociación cultural Quizá no moriremos de pena en Babia.
La creación de la Asociación, el registro en el Ministerio del Interior, dio nombre a cada uno de sus miembros. Nieves Negras es la presidenta e Irene Maldonado, secretaria. Irene también es otra rubia fatal: nigromántica. La de Torrejón de Ardoz es amante de los zapatos de aguja y los corsés de fantasía. La secretaria sorprende cada junta de la nueva Asociación con unas desternillantes actas de cada sesión. Aunque la Asociación sólo se reúne para comer, para beber y para jugar a la pocha. Desde hace varios años ha potenciado su faceta artística y en cada fiesta de entrega del premio lo que más desean es brillar y preparan con escasa disciplina y dedicación los números caóticos que aplaude la concurrencia siempre entregada.
Luis añora los primeros tiempos en los que las maravillosas locas desocupadas venían a la fiesta de proclamación sólo a echar ojos o a buscar novio o algún ligue o simplemente a aplaudir que no está nada mal. Pero desde que han abandonado la idea de enamorarse ni de ligar sólo quieren actuar….y se atreverían con la Traviata o con Tristan e Isolda y hasta con Hamlet o las alegres comadres de Windsor. El mundo por Montera. La Adelita de la Elipa, se ha consolidado no hay quien la mueva como presentadora del acto y no hay manera de hacerla descansar de la presentación. Once meses antes, bueno (a la semana siguiente de terminar la proclamación) ya prepara modelo Como este año se vaya a esquiar en las vacaciones de Semana Santa corre el riesgo de fracturarse una pierna y entonces no le quedará más remedio que dar paso a otras caras más nuevas y quizá más jóvenes. Esperemos que cambie la nieve por las playas de Alicante y entonces venga bellísima y muy bronceada de San Juan. Nieves Negras o la Nancy Peinados; como presidenta e Irene Maldonado o la nigromante;como secretaria, la envidian porque ella no tiene rival en las tablas del Charitas bar.
El año que viene será firme candidata para la entrega de los Goya. Esperemos.















LA BICICLETA

Autora: Twiggy Hirota

Papá ha salido corriendo de casa, gritando como un loco:
- Te mato, ¡yo te mato! Por mi madre que te mato, hijo de puta.

Mamá se ha quitado rápidamente el mandil y ha ido tras él atusándose el pelo.
- ¿Pero se puede saber qué pasa?

Desde el salón llega un olor a aceite quemado. Salgo de la habitación y voy a la cocina.
El cuerpo me pesa más que cuando hacemos maratones en el colegio. Otra vez que se le ha olvidado a mamá apagar el fuego. Las patatas están carbonizadas, la cocina ahumada.Me va a estallar la cabeza, el corazón y el culo. Y solo puedo llorar. Me arrodillo sinaliento sobre el gres rojo que colocó el abuelo hace un mes. Es bonito, pero así, tan decerca, noto que las baldosas no están perfectamente alineadas. No puedo sentarme. Soy un monstruo. Todo esto que sucede es por mi culpa. Yo no tenía que haber hecho caso al tío, ni haberme quedado con él escuchando sus chistes verdes. Tampoco tenía que haberme dejado coger del hombro cuando estábamos sentados en la cama, ni dejado abrazar por él. Creo que esta vez no tenía buenas intenciones porque después del abrazo me ha dicho que me levantara para ver lo que había crecido y me ha tocado el pito.
- Te estás haciendo todo un hombre, ¿eh? A ver, déjame ver.

Me ha bajado la cremallera del pantalón y yo ahí, como el tonto del colegio cuando le
pegamos collejas, ni se lo he impedido. Mis padres siempre hacían bromas con eso de
que me estaba haciendo mayor y siempre me pareció normal. Pero esta vez no lo era.
Yo me sentía sucio. Y a medida que mi tío insistía en verme el pito y en tocármelo me
empezó a dar asco.

Papá entra por la puerta, rojo como un tomate, echando baba por la boca. Se abalanza
sobre mí y me levanta con fuerza. Me hace daño y yo berreo. Apenas si puede salir un
“lo siento” de mis labios hinchados, pero mi padre no lo oye. Me zarandea.
- Mira que eres idiota. Ese cabrón no va a volver a pisar esta casa, porque le voy a matar.

Mamá se tira encima de él.
- ¡Déjale! ¿Me oyes? Deja al muchacho. ¡Aquí huele a quemado! ¿Estás bien? –
abre las ventanas y me abraza, como hacía cuando era más pequeño.

Papá se aleja dando portazos, nervioso, igual que un gato acorralado por una jauría de
perros, con el lomo alzado. Y ya después de un silencio, mientras sigo en el regazo de
mamá, entre sus enormes pechos con olor a aceite, le oímos gemir. Nunca había visto a papá así, y se que es por mi culpa.

Cuando entró abrió la puerta de la habitación, recién llegado del trabajo en la conserjería, vio a mi tío agachándose frente a mi pito. Lo quería coger con la boca pero yo no me dejaba. Él decía que sólo podría saber si me estaba haciendo un hombre dándole calor. Yo no estaba muy seguro de que eso fuera cierto; no se lo había oído decir a nadie en el colegio. Me habían contado historias, que a partir de los 10 u 11 años los chicos se tocan el pito. Pero no sabía que se le tenía que dar calor con la boca. ¡Qué cosa tan extraña! Desde luego no debía ser buena cuando papá, al vernos en esa situación, se tiró encima del cuello de mi tío. Le enganchó como un león a una gacela, con los dientes, con toda su fuerza y poderío. Pero mi tío, que es más grande que papá, le pegó un puñetazo en el estómago y salió corriendo por la ventana de mi habitación. Se oyó un grito después del salto y un sonido de metal muy aparatoso. Creo que era mi bicicleta que estaba aparcada ahí. Pero viendo a papá tan enfadado lo último que pensé fue en ir a verla. Si me había quedado sin bicicleta ya no podría ir con mis amigos al parque a dar vueltas, ni Lucía me preguntaría si podía llevarla un ratito en la parte de atrás, ni podría sentirme libre de las clases, los deberes y los enfados de papá.

Los gemidos de papá son menos lastimeros. Me da mucha pena que papá esté así por mi culpa. No le había visto tan raro desde que murió mi hermano. Bueno, eso fue diferente.

Cuando murió mi hermano papá no hablaba, no comía y parecía que había visto un
fantasma, o que él mismo se había convertido en fantasma. Estábamos todos en la
familia con la cara larga y apagados como las farolas de mi calle, que se apagan día sí
día también, aunque mi padre haya llamado cientos de veces al ayuntamiento para que
las enciendan.

Mamá me separa de sus pechos, se agacha y me mira a los ojos fijamente con ese tono
miel que reconforta. Parece que el corazón ya no me duele tanto como antes y la cabeza, aunque me hierve, palpita de forma más pausada.
- Hijo mío, ¿qué ha pasado? Tu padre no quiere contármelo.
- No lo sé. Creo que ha visto al tío tocándome el pito.

Los ojos de mamá cambian de color. Se vuelven negros como el carbón que me
regalaron por reyes hace dos años, cuando suspendí matemáticas. Su piel cambia de
temperatura. La mano que tenía apoyada en mi hombro se cae con todo su peso y se da un golpe en el suelo. Pero no gime ni se queja. Mamá siempre ha sido muy fuerte. Con una lentitud extraña, igual a la que utilizan en las películas cuando sucede algo
extraordinario y quieren que lo veamos mejor, se incorpora.
- Las patatas se han quemado. ¡Menos mal que no te ha pasado nada!
- Mamá, me duele el culo.

Mamá siempre sabe que responder. No importa lo que le cuente, ni sobre qué. Lo sabe casi todo y siempre contesta algo, lo que sea, no importa. Y si no quiere contestarme a lo que le pregunto hace un chiste o me habla de algún familiar para poner un ejemplo y que yo lo entienda. Pero esta vez no dice nada. Ese silencio me duele más que el culo y que el gemido de papá. Me duele muchísimo. Tanto que me cuesta respirar y siento como si me alejara de mis papás, como si alguien me cogiera del brazo y tirara de mí, igual que cuando Lucía me contó lo que el tonto del colegio le hizo un día a la salida de clase, y por eso todos empezamos a meternos con él. Yo no quiero que a nadie le hagan nada malo por mí, soy un chico y tengo que aprender a defenderme solo.
- ¿Mamá?
Mamá está llorando en silencio. A veces le gusta el silencio, sobre todo cuando discute
con papá. Pero conmigo era distinto, hasta hoy. Los dos nos miramos tras los velos de

lágrimas que cubren nuestros ojos, como decía esa poesía que me enseñó Lucía, hasta
que mamá aparta la mirada de la mía y enciende el fuego.
- Haré más patatas. ¿Tendrás hambre, verdad?
- No, no tengo hambre mamá. Estoy cansado. Quiero ir a la cama.

Papá habla con alguien por teléfono y los dos nos giramos hacia el salón para ver qué
dice. Su voz se escucha pálida y de ultratumba, y como dice mi abuelo parece que le
hubiera comido la lengua un gato. Aunque él antes parecía un gato. Entonces le habrá
comido la lengua un perro.
- Dile que se vaya de la ciudad. Lejos, donde no pueda encontrarle, porque juro
que le mato. Me da igual que sea mi hermano. Me da igual que seas mi padre.
No te voy a decir por qué, pero como siga mañana en la ciudad, te juro que lo
mato y muerto lo entrego a la policía para que lo encarcelen.

La casa se vuelve a quedar en silencio. Otra vez huele a aceite y de fondo a quemado,
aunque mamá abrió las ventanas para airear la cocina y la brisa nocturna se ha llevado
consigo el humo negro. Una lágrima de mamá cae en el aceite que salta por las paredes
y crea un sonido incómodo; me recuerda al sonido de la bicicleta cuando bajaba a toda
velocidad por la calle de grava, cerca de la casa de Lucía, a las afueras de la ciudad. Allí
las calles no están todavía no están asfaltadas. Papá entra en la cocina y se acerca a mí
de nuevo. Creo que me va a pegar un bofetón por lo que ha sucedido. Sé que tengo la
culpa de todo.
- El tío no va a volver a esta casa, nunca. No quiero que vuelvas a hablar con él.

Y papá, que es un gran hombre en el fondo, pese a los enfados con mamá, me abraza
con tanta fuerza que me hace daño. Luego afloja y habla entrecortado.
- No quiero que te pase nada malo nunca ¿me oyes?
- Sí, papá. Lo siento. Yo…
- Tú, hijo mío, todavía no sabes. No hagas caso de los hombres, y no dejes que
nadie te toque.
- Pero yo creía… Cuándo me dijo que quería jugar y me bajó los pantalones…
- ¡No sigas! –dice papá gritando-. No quiero saberlo. Ya he visto suficiente. Te
llevaré al médico a ver si estás bien.
- Estoy bien, papá, solo me duele el culo.

Papá aparta la mirada de mí, como asqueado.
- ¿Ese enfermo, te ha tocado el culo?
- No… Yo, creo que me senté encima del mando de la consola, y como el tío me abrazaba no podía moverme y…
- ¡No vuelvas a llamar tío a ese impresentable!
- Lo siento, papá.
- Mañana iremos al médico.
- Sí, y al psicólogo –dice mamá mientras hecha las patatas en el aceite.
- ¿Y la bicicleta? –pregunto pensando que mañana había quedado con mis amigos para ir al parque, y luego queríamos entrar en esa casa vacía que llevamos meses viendo, y que desde hace días tiene un cristal roto.
- La bicicleta está rota. El cabrón se tropezó con ella, aplastó todo el manillar y el pedal. Suerte que está ensangrentada. A ver si se desangra el muy hijo de puta.
- ¿Y no se puede arreglar?
- No.

El “no” de papá es tan rotundo que no hay nada que pueda decir. Solo se escucha el
sonido de las patatas friéndose en el aceite. El culo me está dejando de doler. Papá
ya está un poco más calmado y mamá termina de hacer las patatas. Esta vez le han
quedado como de costumbre: doradas y crujientes. Cuando las pone sobre la mesa
cojo una. Creo que me está entrando hambre. Luego pienso en la bicicleta y se me
quita. Si no hubiera pasado todo esto tan extraño con el tío, y que tan mal cuerpo
nos ha dejado a todos, podría llamarle para que me regalara una. Dentro de nada ya
voy a cumplir 10 años, y me prometió que cuando fuera a cumplirlos me regalaba lo
que quisiera. Me da pena que ahora papá ya no quiera que entre en casa y que le
haya dicho que se vaya de la ciudad. Pero bueno, no me ha gustado nada que me
tocara el pito. He sentido repelús, como cuando te encuentras con una babosa en el
césped cuando vas a coger el balón. Y eso no debe ser bueno. Sobre todo cuando
papá y mamá han dejado de ser ellos mismos y me han enseñado una cara llena de
terror y angustia.

Cuando llegue al colegio mañana les contaré a mis compañeros que un ladrón me ha
robado la bicicleta, pero que para mi cumpleaños me comprarán otra mucho mejor
para irme con ellos donde quieran, y sobre todo para que Lucía la vea. Podré ir a
verla sin caerme por las calles sin asfaltar, ahora que dicen en el periódico local que
dentro de unas semanas empiezan las obras. Aunque no estuvo mal cuando vino a
verme a casa y yo tenía la pierna en alto. Me trajo gominolas y me leyó poesías.
Recuerdo esa de los velos de lágrimas, porque ella, cuando nos despedimos en
vacaciones tenía los ojos aguados y a mi me hizo sentir mal el no poder verla en un
mes. También podré ir al campo de fútbol como los mayores y a la estación de tren
a ver salir los trenes con dirección a la ciudad; esos trenes nuevos que se llenan de
gente con maletas, vecinos del pueblo de los que, una vez cruzado el umbra, ya nada
se sabe. Seré libre y podré luchar contra los malos y vencerles como en los
videojuegos. Así ni papá ni mamá tendrán que sufrir por mí y ya nunca más me
sentiré culpable. Y cuando todo eso suceda volveré a buscar a Lucía en mi bicicleta.
Será verde, como los lazos de sus coletas. Es su color preferido.
















LA CONTADORA DE HISTORIAS

Autora: Alicia Jiménez

Cuando la prima Mica llegó a casa, me pareció poco menos que una artista de cine. Había oído tantas veces hablar de ella, que aunque era la primera vez que la veía, creí conocerla desde siempre.

Todos salieron a recibirla la víspera de la boda de mi hermana la mayor. Poco a poco iban llegando los familiares que vivían fuera del pueblo, pero ninguno despertó tanta expectación con su llegada como ella. Era prima hermana de mi padre, y todos la llamábamos: la prima Mica.

Mi madre y mi tía Francisca, se afanaban en la cocina elaborando comidas para todos y con mandil en ristre, también salieron al corral al oír el motor del SEAT 127 que, conducido por mi padre, hacía su entrada por el corral de la casa.

Las caras de todos mostraban una expresión de júbilo, por el reencuentro con la familia separada y repartida entre distintos puntos de España.

Yo, sentada en el asiento trasero del coche, sentía una excitación especial, sabedora de haber tenido el privilegio de que mi padre me dejara ir con él a la estación a recoger a su queridísima prima, que había tenido a bien desplazarse desde Palma de Mallorca, hasta nuestra tierra manchega, a compartir unos días con nosotros y disfrutar de la boda de mi hermana.

Cuando la prima Mica bajó del coche, mi madre fue la primera en abrazarla, ella alegremente repartió besos y abrazos por doquier a todos los que por allí andaban.
Yo, revoloteaba alrededor del grupo intentando no perderme ni un detalle y con la alegría extra de haber recibido un regalo de aquella peculiar mujer a la que mis padres y tíos tanto admiraban.

Siempre recordaré sus palabras en la estación de tren, cerca del quiosco de prensa:

-Tú tienes que ser… ¡Alicia en el país de las maravillas! ¿Verdad? –me dijo sujetando mi barbilla con su mano suave.

-Síiiiii –contesté completamente maravillada, como si realmente yo fuera la protagonista del cuento le Lewis Carroll.

-Entonces ¿te gustarán los cuentos? –Y acercándose al quiosco, echó un vistazo y agarró uno pagándolo al quiosquero, y me ofreció el regalo más bonito que nadie me había hecho jamás. ¡Que días me esperaban deleitándome con aquel libro! y además, con la presencia en casa de esta mujer que me había impresionado nada más verla.

Con su voz segura y tranquila y su sonrisa expresiva, se había adueñado de todos los corazones que pululaban por mi casa en esos días de primavera, anteriores a la boda de mi hermana.

Después de una comida amenizada por las palabras de la prima Mica, la tarde transcurrió entre cremas y masajes, pues ella era algo parecido a una esteticista, pero sin titulo académico, ¡ni falta que le hacía! pues tenía un don que no hubiera sido otorgado en ninguna universidad: el don del encantamiento…

Trajo en su equipaje un gran neceser lleno de cremas y lociones (todas naturales) que ella utilizaba para arreglar las pieles de quien solicitara sus servicios.

Esos tratamientos de belleza no eran un procedimiento cualquiera, no, iban acompañados de historias, unas historias tan bien contadas, con tanta elocuencia, que unidas al masaje embadurnador, hacían sumergirse a quien los recibía en una especie de abstracción, propia de la hipnosis.

Todas las mujeres de la casa estábamos a la espera de nuestro turno para ser bendecidas con tan agradable tratamiento, yo incluida. Probablemente era la que menos precisaba hacer relucir mi piel, dados mis trece años, pero ella me trató como a una mujer más (gesto muy significativo para mí, con aquella edad), otorgándome mi tiempo de masaje con historia.

Por la noche, cuando ya todos estábamos en la cama, era imposible conciliar el sueño, dado el ajetreo de la jornada y la impaciencia por que llegara el día siguiente. Las habitaciones fueron habilitadas con más camas, y colchones por el suelo, cada cama era ocupada por dos mujeres, a mí me tocó suelo, pero justo el colchón que estaba más cerca de la cama de la prima Mica, que supo paliar la excitación que reinaba en el dormitorio con más historias, algunas propias y otras, leyendas que ella escuchara de los rapsodas que iban por Palma de Mallorca.

Su voz sonaba como un bálsamo, adaptándose al silencio de la noche. El sonido de sus palabras relatándonos sus vivencias de niña cuando estalló la guerra civil, nos conmovían; contaba que vivía en Madrid cuando la ciudad iba a ser bombardeada y sus padres decidieron mandarla junto con su hermano pequeño, al pueblo, a la casa de sus tíos, donde la guerra sería menos violenta. Aquí en mi casa convivieron con mi padre y mis tíos, y mis abuelos se encargaron de que estuvieran a salvo y no les faltara nada.

Entre relato y relato, su voz bajaba de tono como si de una nana se tratase, hasta que todas las mujeres, ella incluida, nos entregamos a los brazos de Morfeo.

Al día siguiente, jornada de boda, yo no quería separarme de su lado, pero ese día no contó ninguna historia, cediendo todo el protagonismo a la novia, que antes de salir de casa había sido maquillada naturalmente por los expertos pinceles dirigidos en silencio por la prima Mica.

El día que marchó no lo recuerdo, era lunes y yo debía estar en la escuela. En cierto modo me alegro, nunca me gustaron las despedidas.

El recuerdo de aquella mujer y aquellos días aún perdura en mi mente. Y durante algún tiempo cuando alguien me preguntaba como me llamaba, yo siempre respondía: Alicia en el país de las maravillas…















LA DEGOLLACIÓN DEL BAUTISTA

Autor: Julián Calvo

Subido a una escalera de tres peldaños, él va extrayendo los libros del estante superior, con cuidado, como dudando a cada uno. Ella, de pie a su lado, saca con vivacidad y determinación los apuntes y carpetas apilados en un estante intermedio, levantando algo de polvo. A sus espaldas, la reproducción de un cuadro formada por seis enormes láminas ocupa con docenas de personajes toda la pared. Huele a cocido. Al fondo de la sala los chicos juegan con disfraces del siglo XVII que apenas les vienen grandes. Todos guardan un cierto silencio.

–¿Qué me miras? –se vuelve él airado, interrumpiendo el indeciso trayecto de un libro hacia la caja; desde la cubierta el Conde-Duque de Olivares parece recriminarle algo con la mirada. Los niños interrumpen sus juegos.

–El editor jugó contigo –ella baja los ojos y sigue guardando papeles. Él fija la mirada en su nuca, pero poco a poco su expresión se suaviza.

–Perdona mi tono –se disculpa él–. Estoy cansado de todo –. Él acaba de guardar el libro. Los chicos incrementan su algarabía.

–Te usó para bajarle los humos a la otra autora – ella se sacude las manos en el delantal.

Él se pasa las manos por las sienes, masajeándolas y estirándose. Suspira. Mira al Herodes de la inmensa fotografía, apretando los dientes:

–Muy posiblemente. Como bajó mis humos también. Para mejorar sus márgenes. Ves -mira con rencor a la Salomé-: nos enfrentaba y a la vez apostaba por ambos. Me tuvo cuatro años trabajando como loco, para nada -contempla la cabeza del San Juan, ladeando la suya, el Bautista también había pasado lo suyo-. Para nada –suspira, y deja colgar, floja, su cabeza.

–Pero tu libro es la pura verdad. Es real.
–Y es menos comercial, también.
–Pero es mejor. Por lo que dicen, la otra…
–La otra ya está en galeradas, y eso es lo que importa. Ya me puedo ir olvidando ¿Quién va a publicar un segundo libro sobre el significado oculto de este cuadro? Ayúdame a descolgarlo. Ya no sirve de nada, es inútil.

Triste y resignado, va bajando de la escalera.

–Aún puedes montar tu adaptación de “La Degollación” para teatro –ella mira a la princesa del cuadro, como pidiéndole ayuda.
–Pero Eric quiere “El Retablo de las Maravillas”, no mi libreto –corta él, y comienza a desprender una esquina de la primera lámina.
–Pon como condición que te dejen montar tu obra –suplica ella con la voz trémula–. Para adultos… – y vuelve a pegar, de un manotazo, la lámina a la pared–. Por favor.

Los chicos, al oir cómo se le quiebra la voz, acuden a su madre, arrastrando los ropajes. La niña la abraza.

–¡No oses enfadar a la reina, bellaco! –brama el pequeño, desenvainando la espada.– ¡Teneos, voto a tal! –y la niña palmotea de alegría.
–¿Quién es este mequetrefe que me importuna? –dice él engolando la voz, a la vez que baja el último peldaño y se gira lentamente en redondo.
–¡Villamediana, pardiez! Y habréis de probar mi acero, ¡por éstas, que son cruces! – el pequeño se arremanga las puntillas de una manga, besa sus dedos cruzados y se pone en guardia.
–Hacedme la gracia, caballero –levantando los faldones para que no arrastren, la niña se interpone entre ambos– hacedme la merced de no herir a nuestro padre… – y estalla en risas; a duras penas se recompone y acaba su frase :– ¡… que ya peina canas y apenas se vale!

Riendo, ambos niños se dejan caer al suelo, abrazados, pataleando de placer. A ratos intentan hablar, o levantarse; pero apenas se miran, los mofletes se les llenan de risas contenidas que no pueden ahogar, y los ojos se les desbordan de lágrimas de alegría.

El padre, ceñudo, les mira por un momento pero les deja hacer. Gira de pronto y se dirige decidido al teléfono. Descuelga, marca, espera, carraspea, y dice:

–¿Eric? Sí, soy yo. Escucha. Lo del taller de teatro… Si me dejas montar mi obra, para adultos, me basta con que para el Retablo haya doce alumnos.

La mujer abre mucho los ojos. Una clara sonrisa se le extiende por la cara. Se vuelve a los chicos, que callan inmediatamente, para escuchar mejor.

–Mira Eric, lo de mi obra es condición sine qua non. Tanto que, si hace falta, ni te lo cobro.

La mujer corre a su lado, le tapa el micrófono y le susurra:

“Que le cobrarás si al final se representa”

Él le confirma con la cabeza, piensa para sus adentros, y retirando la mano de ella del teléfono, prosigue:

–Quiero decir, lo considerarás a prueba hasta que llegue a escena. Si luego no tiene salida, no te cobro mi parte -la mujer va vistiéndose un disfraz–. Tendrá salida, ya lo verás. Y me pagarás, claro; pero además, me pagarás contento.

Él se relaja. La conversación continúa en un tono más amistoso, más personal, por otros vericuetos, impulsada por la seguridad y la alegría de su voz. Ella acaba de disfrazarse. Los niños se acercan poco a poco, preguntando con la mirada al uno y a la otra. Tras colgar el aparato él se vuelve sonriente y hace la uve con los dedos. Todos chillan, aplauden y ríen, las pelucas saltan y brincan. Hasta los personajes del cuadro parecen bailar.

–¡Ah, hereje, hija de herejes, madre de herejitos! ¡Te haré pagar tu descaro, bribona!– avanza sobre ella, la arrebata del suelo, la estruja entre sus brazos. –Hechicera, sierva de Satán, tiembla, te torturaré, pero antes te he de enseñar los instrumentos de tortura.
–¡Oh, no! ¡El hierro candente no!
–Arrodíllate y besa la santa enseña.
–¿Aquí? ¿Delante de los niños? –dice ella con sorna, mirándoles de reojo.
–A las mazmorras, pues –la levanta en brazos.
–¡A las mazmorras, a las mazmorras!– corean los chicos, y les acompañan bailando en torno.
–Vosotros, montar guardia -ella tiende suplicante los brazos al cuadro, patalea, le muerde el cuello, se ríe. Él la suelta un azote -. ¡Que no vaya a escaparse la hereje! –. Entra al dormitorio y cierra la puerta tras ellos.

Los niños se quedan callados, mirando a la puerta cerrada, oyendo las voces, los chillidos, los susurros. Mirándose de reojo, sonrojados, ríen. Se hace un silencio que tarda en romper la niña:

–En la hostia… -dice en voz bajita, apenas mirando a su hermano-, en la hostia, no hay Dios –traga saliva-. Ni una miguita así –y corona con una reverencia tímida, y burlona a la vez.
–¿Pero qué dices? ¡Loca! - el niño la mira, horrorizado.
–La Virgen –alza los ojos al cielo-, vamos a ver, ¿cómo quieres que te diga? ¡Virgen…! –lanza como un bufido la niña, con más aplomo.
–¿Pero qué oigo? –se cubre los oídos con las manos –. ¡Voto a tal! –grita el niño riendo–. ¡Herejía!
–Y el Papa –hace un mohín, y se va animando-, ¡uy si te dijese lo que yo sé, del Papa! –y se pone a bailar un cancán, abanicándole con las faldas.
–¡Blasfema! –ríe nervioso- ¡Eres una hereje!

La Salomé del cuadro y la del disfraz se cruzan guiños cómplices.

–Tortúrame.





















NOTICIA

Autora: Mª Jesús García

Fue AL BOUAZIZI el que prendió la hoguera
y él mismo ardió en plena llamarada
y su desesperanza desgranada
llenó plazas enteras. Fue señera
la gesta de la víctima asediada
que cada día soportó el ultraje
y mudó la paciencia en el coraje
que acabó con su vida malhadada.

Y vimos en la foto al moribundo
recibir la visita del tirano
en un intento de engañar al mundo.

Pero esta vez la muerte no fue en vano,
dictador y secuaces iracundos
abandonan su tierra acorralados.

La mecha se propaga incandescente
y lo que estuvo tiempo agazapado
se desborda y cuanto fue anhelado
traslúcese en el rostro de la gente.

Turbulencias y tiempo de zozobra,
el callejón oscuro se ilumina
y todo lo soñado se imagina,
la dignidad perdida se recobra.

La rebelión salta a distintas tierras
y un estruendo de gritos invisibles
retumba y pasa muros y fronteras.

Afanes derrotados e imposibles
se tornan en fantásticas quimeras,
desvelos y avatares indecibles.

El mandamás de Libia no se aviene
y los que ayer rindieron pleitesía
hoy acuerdan con gran algarabía
dar la batalla y que el desastre ordene.

Ya se repite otra vez la historia,
la muerte está campando por sus fueros,
la vida vuelve a los estercoleros
y el cataclismo a girar la noria.


¡¡POR TODOS LOS SANTOS!!

Autora: Marisa Torres

Treinta y uno de octubre. Noche de brujas. Víspera de la festividad de Todos los Santos.

Ese era el día del retorno a casa después de tres semanas en la zona subtropical africana y estaba apenada porque las vacaciones tocaban a su fin y allí dejaba familia y amigos.

Entre maleta va y maleta viene a la bascula, pensaba ¿qué ha sido de los tiempos en que no me preocupaba ni del peso, ni del contenido, a veces de cosas inútiles pero ilusorias, pensando que me llevaba algo del lugar que dejaba y mi vuelta a lo cotidiano iba a ser más llevadera.

¡Ah que tontería!, pero que felicidad hacer una maleta sin la báscula, sacando y metiendo cosas, recolocando ropas, pistachos, anacardos, calcetines a presión en los pequeños huecos, capulanas de maravillosos y brillantes colores, que es curioso pero en África los usas como prenda base y luego cuando vuelves a casa, se queda sólo en un recuerdo feliz, pero poco práctico.

Y cuando subes al avión, compruebas asombrada que no has salido aun del aeropuerto y ya estás echando de menos el olor, las palmeras, el calor, el sabor, el mar, y las sonrisas amables que no vas a encontrar cuando aterrice tu avión en la vieja Europa.

¡Qué bonito es el mapa de África y qué duro cuando la sobrevuelas durante doce horas! pero mejor no pensar en nada, inflar el reposacabezas e intentar dormir, que hay muchas horas por delante .

Después de muchas vueltas y posturas incomodas para intentar dormir sobre tu propio cuello, pasé las siguientes doce horas sobrevolando el continente africano. Conforme el avión perdía altura por la inminente llegada a Lisboa, me voy sintiendo muy mareada, tanto que comienzo a vomitar, tengo el tiempo justo para coger la famosa bolsa tratando de pasar desapercibida en ese crítico y desagradable momento. Al tratar de incorporarme para ir al baño, directamente tengo que agarrarme a los asientos porque no puedo moverme.

Inmediatamente, aparece un Auxiliar de Vuelo, ¡qué Auxiliar de Vuelo!, guapo como un San Luis!, que trata de ayudarme, aunque no es mucho lo que se puede hacer, todo me da vueltas y estoy como en el tiovivo pero sin divertirme.

A partir de este momento, todo es confuso. El avión aterriza, la gente comienza a salir pero yo no puedo moverme, el auxiliar de vuelo me habla, pero no le entiendo y siento que tampoco puedo hablar, la lengua se me traba, los ojos se me cierran y de pronto me encuentro en una camilla de la cruz roja donde me han puesto una mascarilla. Intento hablar pero no me escuchan y sólo me dicen “não te preocupes, não te preocupes…”. Me pinchan en el brazo y me colocan una vía por la que creo que están hidratándome.

Trato de hablar para decir que tengo un seguro de viaje, pero hablar portiñol no es fácil, aunque entenderlo es más difícil aún.

La ambulancia llega a un hospital, allí me colocan en una silla de ruedas delante de una puerta que es un ir y venir de gentes vestidas de uniformes blancos, verdes, azules y me dicen “ espera aquí, em breve encontrado…”. Pasan las horas, una, dos, tres comienzo a deambular con la silla de ruedas (en la que no iba sentada, sino que llevaba colgados el suero y todo lo demás y en el lugar del asiento mi bolsa de viaje que pesaba lo suyo) por pasillos y salas a la caza de un medico que sea capaz de decirme algo, pero aquello es como un hospital de guerra. Camillas por los pasillos con gente quejándose sin que nadie les haga caso, familias enteras alrededor de lo que parece un enfermo, ancianos quejándose sin que nadie los escuche, hijas con los tubos de orina llevándolos de una planta a otra , supongo que para la analítica.

Me dirijo a recepción para tratar de hablar por teléfono, pero no me hacen caso, y las personas que están trabajando allí, comentan entre risas las últimas fotos de algún famoso en las revistas del corazón, ni siquiera se fijan en mi, ni siquiera me escuchan, hasta que levanto la voz bastante enfadada y consigo comunicarme con el hospital, donde me indican la dirección donde tengo que dirigirme para que me atienda mi seguro de viaje.

Las brujas de recepción me dicen que debo encontrar un medico que me quite la vía del brazo para poder salir y vuelvo a deambular por pasillos y salas.

Sigue sin atenderme nadie y todos los médicos parecen muy ocupados. Sólo quiero que me quiten éstas gomas para poder marcharme y aunque he pensado en fugarme con ellas puestas, cuando las de la recepción me fiscalizan, otra vez lo mismo “….senhora, se o doutor não lhe tira a agulha, não pode se marchar…”

Terrible, no encuentro un medico o un ATS que me mire siquiera. Lo intento, lo intento muchas veces, y pregunto, interrumpo a aquel que sale por allí, al otro de viene por allá, y todos me dicen “ um momento….um momento…..em seguida…..”, pero por fin comprendo que pasarán muchas horas, que tengo las puertas cerradas, ya que las brujas de recepción ya me tienen fichada y cuando asomo la cabeza, lo primero que miran es mi antebrazo.

¡Estás perdida!, me digo , puede que llegue la noche y aún estés esperando a que alguien te llame para ver que es lo que ocurre.

Comienzo a pensar que tengo que hacer algo ya!. Desde hace mucho tiempo soy donante y se de sobra como hay que sacarse una aguja tan gorda del antebrazo.

Me dirijo a un lugar discreto, y apartado, aunque sé que nadie se fija en mi, y sacando un poco de coraje, tiro de la aguja apoyando el índice de la otra mano y el propio algodón y esparadrapo que cubría la vía, tiro de ella y aprieto fuerte el algodón, doblando inmediatamente el brazo hacia arriba. La aguja, las gomas y la botella de líquido que llevaba colgando las tiro en la primera papelera que veo y con aire triunfador y arrastrando mi bolsa de viaje, me dirijo a la puerta.

Las brujas vigilantes, me dicen con una sonrisa, entre divertida y diabólica, “ …¿O que, ja serviu ao doutor e retirou a agulha? Con el brazo doblado y los ojos un poco idos, contesto, “Sim obrigada” y me marcho como me sacaron del avión, descalza y arrastrando la bolsa hasta una parada de taxis, donde el taxista también me mira con cara desconcertada de arriba a abajo. Seguro que pensó, lo que pensaban las brujas del hospital “….pero donde va esta loca española…!!!!!.

Le di la dirección del hospital al taxista, que creo que comprendió por fin, que no me sentía bien y que quizás no era la excéntrica que parecía y realmente me encontraba mal.

Llegamos por fin. Allí volvió a atenderme un ATS, naturalmente portugués, interesante, como son ellos, un poco decadentes, como a mi me gustan, intensos, suaves.

Le conté brevemente mi llegada a Lisboa y al ver mi brazo, también tuve que contarle mi experiencia en el Hospital Santa María. Me miró entre guiños y me dijo, pasando su brazo por mi hombro, “ Eu prometo-lhe que o doutor irá ve-lo logo….”. Dicho y hecho, volvió a los 10 minutos y me dejó en manos de una doctora.

Cuando se marchaba, pasillo arriba, le grité ¡espera!, no sé cómo te llamas. Da igual, pero me gustaría darte un beso. Dicho y hecho.

Me sentí mucho mejor.

¡¡¡¡¡Por todos los santos, qué viaje!!!!!
































¿UNA MIRADA?

Autora: Marisa Ortuño.

1.
Una ráfaga de viento despertó de su letargo a las viajeras hojas del otoño.

Sonaron pasos acompasados acercándose al balcón desde donde ella observaba al laborioso viento.

Un imperceptible rayo recorrió su columna, al tiempo que los pasos se detenían junto a ella.

No sabría decir, pensó, si sus dedos tocaron su cuerpo y, si el contacto produjo esa pequeña y casi imperceptible descarga, o simplemente fue su proximidad, su cercanía.

Intentó calmarse.

Para ello, su cuerpo, hasta ese momento erguido, se balanceó, dejando caer su peso, alternativamente, sobre su pierna izquierda, primero y su pierna derecha después.

Así pasaron unos interminables minutos.

Sin mediar palabra se volvió, encontrándose con unos ojos, no dulces y amables como los había conocido, sino inquisidores y desafiantes y, lo que era peor, sin fisura alguna por la que escapar de aquella mirada que lo quería y lo imponía todo.

No hubo más.

Solo aquella mirada.

Eso le bastó.

Habrían hecho falta muchas palabras para explicar, para que entendiera porque se había planteado marcharse, dejarlo todo.

Ella que estaba dispuesta a explicarlo todo…, a discutir, a intentar llegar a un acuerdo.

Supo, sí supo, en esos momentos, sin ningún género de dudas, lo que tenía que hacer.

Se volvió de espaldas al balcón. Miró con determinación y encaminó sus pasos hacia la habitación situada a la derecha.

Sobre una silla una pequeña maleta vacía, metió unas cuantas cosas, la cerró y se marchó.

No dijo nada.

Nadie la llamó

Tampoco habría cambiado nada.
2

Una ráfaga de viento despertó de su letargo a las viajeras hojas del otoño.

Sonaron pasos acompasados acercándose al balcón desde donde ella observaba al laborioso viento.

Una mano amiga tocó su espalda y sintió una oleada de calma que recorría su cuerpo.

Lentamente se volvió y se encontró con unos ojos afables, comprensivos y acogedores que provocaron que sus labios se extendieran dibujando una sincera sonrisa.

No hubo más.

Con pasos decididos se encaminó hacia la habitación situada a la derecha, cogió una pequeña maleta que tenía preparada y salió, sin que mediara palabra alguna.

No eran necesarias.

Los sonidos de sus pasos se fueron alejando, lentamente, hacia la puerta y salió.


3

Una ráfaga de viento despertó de su letargo a las viajeras hojas del otoño.

Desde el balcón observaba el movimiento de las hojas.

Nadie apareció.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta situada a la derecha.

Entró.

La puerta quedó semiabierta.

No se sabe que pasó a continuación.










VECINOS

Autora: Rosario Estébanez

La familia democrática

Mi vecina Bárbara tiene cuatro hijos y un marido, y forman una familia democrática. Ella pasa el tiempo conversando con sus hijos, el mayor no tiene ni siete años y el pequeño tres, y les dice frases como éstas: “niño que trabaja y ayuda será recompensado”, “niño, tú el no ya lo tienes, ahora tienes que conseguir el sí”.

Ellos la escuchan, como buenos hijos de familia democrática, pero yo creo que no la entienden. Para ella, el diálogo es lo más importante para gobernar una familia; así que madre e hijos no paran de dialogar. Bárbara intenta que, a través de las palabras, puedan llegar a comprender lo que son las máximas de la vida decente, pero por lo que oigo, el supuesto diálogo democrático es más bien un monólogo singular. A cada argumento materno, racional y democrático, le sigue un tácito silencio de hijo, destructor y anarquista.

¿Será por la contundencia de sus argumentos? Bárbara coloca las palabras en las frases para que sus hijos sitúen los conceptos en sus mentes.

Por más que ponga énfasis en encontrar las palabras adecuadas que remarquen el carácter democrático de su discurso, sus hijos prefieren a Bob Esponja. Y esto, a Bárbara, lejos de irritarla, la motiva aún más para hacer de sus hijos unas personas íntegras y de futuro.

Mi vecina también pretender dialogar con su marido y eso es el más difícil todavía, puesto que para él con pasear al perro ya tiene resueltas las labores domésticas.

- Pero Ignacio, tú tienes que aprender que para mí, por encima de todo, están los niños; para ti no. La decencia se hereda. Te tienes que esforzar y hablar con los niños, que también son tuyos.

La respuesta más sincera de Ignacio también es el silencio y así lo practica. Y cuando se cabrea porque ya está harto de monólogos sin gracia, opta por levantar la voz, sin perder nunca su educación democrática.

- Mira Bárbara, esa necesidad que tienes de estar en lo correcto y de tener siempre razón es un signo de inseguridad y de una mentalidad vulgar.

A ella, ser vulgar e insegura le da igual, lo único que quiere es que él, además de pasear al perro, se ocupe algo de las criaturas que juntos procrearon. Ignacio, al volver a casa con el perro pregunta en voz alta “¿cómo va todo?” y Bárbara le contesta:

- Para ti lo importante es ir al bar a ver a Fernando Alonso con tus amigos y,… no me chilles.

- Sí, te chillo, porque eres una pesada. Y además gritar es digno.

A ella, que gritar sea digno o no, también le da igual.

La vida moderna aumenta la capacidad mecánica sin mejorar la habilidad del hombre, antes se cultivaba la memoria y ahora se cultiva el diálogo, son pensamientos que me vienen mirando a la ventana y escuchando el murmullo de mis vecinos.

- Máma quiero chocolate, - le dice el pequeño.

- Qué máma, máma, que no estamos en Italia ni en el Pozo del Tío Raimundo. Mamá hijo mía, que estamos en Chamberí, un barrio castizo de Madrid. Niño, por qué no le pides el chocolate a tu padre, porque tú tienes padre, otros no.

Reflexionar sobre la vida lleva a otra dimensión, no a la alegría. Bárbara lo intenta cada día. Dialogando. Menos cuando se cansa, que chilla. Acepta como son los que la rodean y, lo más curioso, es que la mayoría de los días encuentra motivos para estar satisfecha.

- Puede que sea infiel, puede que sea un borracho, pero Ignacio siempre está en casa a la hora de cenar, - le comentó el otro día a una amiga.


El paro le dejó sin amante

Cuando se va camino de los 60, y esta es la edad de otra de mis vecinas, hay que pensar en otra forma de vida. Estás deseando ser mayor para hacer lo que te da la gana y cuando llegas a la madurez te prohíben todo, cada vez te dejan hacer menos cosas y te vuelves más descreída. Es la desilusión, que es más lúcida y más crítica. En esta etapa ya no crees ni en el amor verdadero, ni en juntos para siempre, ni en medallas grabadas con palabras como tú y yo, te quiero, y el resto de frases mentirosas y eternas. Ya es muy tarde para mimar a alguien.

Al llegar a esta edad, ya no se piensa en hogueras sentimentales ni en hombres con los que no te aburras. Es el momento en que se llega a la conclusión de que tener un amante es la salida a todos los fracasos vividos y fallados; los amantes te dan la energía, la pasión, el hambre de emociones

Mi vecina, cerca ya de los 60 y actriz de profesión, se echó un amante que acudía a ella un día a la semana. Fue así como superó el dolor entumecido del rechazo y el abandono de su anterior novio y se recuperó de la herida por la destrucción de la imagen de un tipo de amor idealista. Ya en la madurez, nunca pensó que la despertaría no la alarma del reloj sino la alarma de la pasión.

El amante de mi vecina es camionero y cuando regresa de sus viajes la primera visita es para ella. Todos los viernes, a la cinco en punto de la tarde, como diría el poeta, se presenta en su casa lleno de viandas que ha sustraído de sus portes y con mermelada de demoras que no está nada mal. El cuarto donde ella lo recibe es como la cabina de su camión, está lleno de calendarios e imágenes de santos y de chicas desnudas. Toda esta puesta en escena es para despistar a su mujer por si le llama al móvil. Y es que a ésta no se le ocurrió un regalo mejor que un iPhone con cámara para verle todos los días. A ella le pareció una idea estupenda, al camionero no tanto y a mi vecina un horror; así que esta habitación cabina es el de una mujer y un hombre gastados por los besos y no la de un camionero gastado por la carretera.

Pero el paro, la crisis y Zapatero dejaron a mi vecina sin amante. Y dejaron de vivir historias, aventuras y pasaron a sucederles simplemente cosas. A ella la ha dado por devorar chocolate desde que no le tiene, esperando el fin del día en la ventana y suplicando la llegada de la luna a través de los cristales.

¿Por qué no será todo más sencillo, corriente, normal o fácil?, piensa ella; porque si fuera así seguramente se aburriría, pienso yo.

“Socorro, socorro, socorro, siento que la vida se me acerca cuando lo único que quiero es morir. La vida es un caos entre dos silencios, no temo los huracanes del desprecio”, - gritaba mi vecina por la ventana el día del año nuevo.

Me asusté y fui corriendo hasta su puerta. “Estoy ensayando una nueva obra” – me dijo. Y para celebrarlo la invité a unos tragos, pero con brindis. Empecé yo: “Brindo por todos los demonios, por las lujurias, pasiones, avaricias, envidias, amores, odios, extraños deseos, enemigos reales e irreales”. Ella levantó su copa por “el ejército de recuerdos contra el que lucho y que nunca me da descanso”.

“Si hay que hacer café se hace, cualquier cosa con tal de evitar que nos venza el cansancio”, continué.

El año nuevo trajo lluvias. La tempestad y las aguas imponentes de la tormenta rompieron diques, dejaron las calles arrasadas y a mucha gente acatarrada. El viento trajo también las hojas del abandono. El frío ayuda, espabila, obliga al corazón a dejarse de tonterías. El frío es la mar de saludable en asuntos de pasiones.

“Con el tiempo las cosas se han puesto muy mal, él pariendo hijos cada año y yo esperando a que los niños de mi camionero se apunten a clases extra escolares para que vuelva a su habitación cabina”, me confesó el otro día, “pero tengo buenos recuerdos. Y la luz de Madrid será la compañera de mi vida”, continuó.

Mi vecina ya solo desea tocar un solo de trompeta en la calle oscura al final del día.